Escribe: Daniel A. Baysre
Recuerdo que cuando era niño, mi padre solía contarme historias, con la intención de que influyeran positivamente en el desarrollo de valores, que fortalecieran positivamente mi espíritu; entre esos valores estaba el de la solidaridad.
Hace pocas horas, la noticia de un acontecimiento cuyas consecuencias pudieron haber sido catastróficas, me trajo a la memoria una de aquellas historias de mi infancia contadas en el seno familiar.
Se trataba de un vendedor de diarios y revistas, que todos los días, humildemente, instalaba su puesto de venta, para poner a disposición de los transeúntes, ese alimento espiritual tan necesario, que emergía de las páginas que expresaban gráficamente su contenido, atendiendo los intereses de grandes y chicos, ya fueran hombres o mujeres.
Los niños, como es lógico, preferían las revistas de historietas o del tipo escolar, como Billiken, el entonces llamado sexo débil, se inclinaba por las revistas de moda y de espectáculos como Damas y Damitas, El Hogar, Radiolandia y otras por el estilo.
Los hombres se inclinaban por los diarios y algunas revistas deportivas como El Gráfico y otras de historietas que apuntaban a un público más adulto como por ejemplo Rico tipo. Pero lo cierto es que de una u otra manera los distintos segmentos de la familia estaban atendidos en sus preferencias por la prensa escrita y cuyo punto de encuentro estaba en los puestos de venta, atendidos por aquellos canillitas que recibían por su tarea, una remuneración extra, la de ver felices a sus clientes.
Una tarde, las llamas de un incendio voraz que se expandió sin dar tiempo a nada en aquel puesto de ventas, consumieron los valiosos testimonios gráficos de la información y el entretenimiento que aquel vendedor de diarios tenía en exhibición.
Después que se hubo apagado el fuego destructor, un espectáculo desolador emergió entre el humo y las cenizas mezcladas con el agua arrojada sin consideración sobre las llamas arteras. Cientos de diarios y revistas asomaban desparramadas, mojadas, chamuscadas, inservibles. Muchísimos curiosos observaban consternados al diariero, que con el dolor pintado en el rostro, dejaba caer gruesos lagrimones, mientras que flagelaba su alma con los más negros pronósticos sobre su futuro.
Poca mella hacían en él las palmadas de aliento que le brindaban sus clientes, buscando amenguar su padecimiento. La escena era presidida por el infortunio y la tragedia que vivía aquel humilde vendedor.De pronto, en medio del dolor y de los rostros mustios de quienes observaban la escena, un niño que alcanzaba a pasar por el lugar, en vez de compadecerse, se agachó y recogió algunos restos de revistas, se acercó al vendedor y le dijo: “Yo quiero estas tres revistas, aquí tienes el importe de las mismas”. Pagó y siguió su camino.
Aquellos que observaban conmovidos, le imitaron de inmediato, restos de diarios y revistas quemadas, eran levantadas por aquellos que comprendieron el mensaje de la solidaridad y en pocos minutos, cada uno de los transeúntes siguió su ruta, igual que el niño que dio el ejemplo. Pero era otro el andar de aquellos, seguían con una sonrisa en sus labios y restos ennegrecidos de periódicos en sus manos, era el testimonio que había puesto a prueba los nobles sentimientos de cada uno.
Bastó más el ejemplo de un niño, que todas las sinceras palabras de resignación que le habían acercado en medio de palmadas inocuas, los bien intencionados clientes.Más de medio siglo después, el recuerdo de aquella historia que me contó mi padre, despertó en mi recuerdo el verdadero significado de la solidaridad.
Es que el incendio que afectó a EL DIARIO no solamente angustió a quienes día a día ponen su esfuerzo para brindarnos el acontecer de nuestra ciudad.
Ellos serán los administradores, los periodistas, los distribuidores, los administrativos, los publicistas, los gráficos, pero los propietarios a los que está destinado ese esfuerzo diario, somos todos los lectores, que nos identificamos absoluta y totalmente con este medio genuinamente local.
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1 comentario:
Te juro que lo estaba leyendo y me ha llegado al alma, todo y la desgracia, un gesto precioso.
josep.
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